Es extraño pero ni el tiempo ni la soledad me asustan, ni siquiera esta altura. Desde aquí puedo ver el mundo girar despacio, tranquilo, sosegado como dirigido por la batuta de mis miradas, marcando el tempo y los pasos a seguir en una balada que no deja de sonar en las cabezas de los que viven el día a día como si fueran la mejor de sus bandas sonoras. Así era yo, así me sentía: diferente. Pero que era la diferencia. ¿Lo perfecto? Lo perfecto no era más que aburrido. Quizás lo perfecto para mí era estar colgado de este alambre, pero sus hilos no son perfectos. Que más da, dejé de creer en el mundo por su incesante búsqueda de la perfección para crear mi realidad. Una realidad en la que nada cambiara, en el que las agujas del reloj añadieran horas a mis días, en el que los miedos fueran pasto del infierno y el rey de los cielos dominara con el impulso de sus sentidos. Una realidad sin cuentos de hadas ni historias siempre contadas por aquellos que hacían de la palabra el mejor amigo del hombre, con velas encendidas repletas de deseos por cumplir, y envuelta en colages de tonos rosas, sonrisas sinceras, fotos movidas, noches con teléfonos en vela…
Levante los ojos de esos edificios interminables para volver a recibir con claridad el abismo en el que veían precipitarse no sólo mis anhelos y mis sueños, sino mis lágrimas. Sin embargo, había una diferencia: mis manos. Ellas se aferraban a ese hilo que parecía desatarse en una cuenta atrás predestinada a convertirme en aquella moneda que todo niño echa al pozo de los deseos. En ese último segundo de eternidad, mis ojos de sorpresa solo podían avisar a la luna de cual era mi respuesta. Mis ojos lo decían a gritos mientras mis labios en calma disfrutaban de esa falta de gravedad que me hacían sentir como flotaba en mis palabras…Aquel que desaparece es el que se deja vencer por el olvido, mientras me recuerdes, siempre estaré contigo…